Esta charla es para alumnos, deportistas, y en este caso futuros profesores. Para sumar herramientas a su profesión. Existen muchos puntos importantes para fortalecer una prevención de adicciones, que es lo «no dicho». Una de mis preferidas es obviamente hablar de quién somos y como nos sentimos; y otra es hacer lo que nos gusta y hace bien. Para estar movilizados y motivados.
Yo, deportista del Hípico y Salto Grande jugaba, miraba, y leía todo tipo de deportes. Ahí me sentía bien, por eso se me ocurrió estudiar Educación Física, pero no me anime, ni trate de conseguir el apoyo de mi familia. Me había marcado Martín Moreno, Jose «Cacho» Osuna, y Aníbal «El Negro» Gambini en futbol, «Cacho» Gómez y «Pitufo» Vera en tenis, «Ruly» Estcher, «Juanca» Aranda, y Federico Bou en natación, «Coco» Blescher y Jorge Taborda en básquet, «El Negro» Scala y Mario Legarreta en la escuela, y yo quería eso. Sin embargo, no seguí mis sueños. No hable, y recorrí los mandatos de familia y estudie agronomía.
Como no entendía, ni me interesaba, las clases eran interminables y aburridas, y faltaba. No óbstante me decían que siga, que persista, y me quede pasándola mal. Fumaba y chupaba. Me encerraba en mis pensamientos escuchando folclore y tango. Un borracho melancólico con solo dieciocho años.
No sabía hacer nada porque siempre me hicieron todo. Me sentía incapaz, y culpable. Iba a la cancha a ver a Newells y viajaba con la hinchada. Me pesaba mi incapacidad e inutilidad. No estaba en fiestas alegres, eran tristes. ¿Cómo podía ser que no trabajaba, tenía un departamento amueblado, me pagaban todo y, sin embargo, no podía conectar con esa carrera? Tenía las condiciones para ser un «premio nobel de agronomía» y no llegaba, no aprobaba. Y «no entendía por qué no entendía».
Si no encontramos una profesión u oficio que nos guste y lo podamos hacer bien, estamos a un paso de la depresión. Alguna válvula va a saltar para dejar salir ese malestar.
Mis adicciones no me enorgullecían. Me avergonzaban, ¿qué van a decir que soy tan vicioso? Cada veinte minutos un «pucho y chupi». Cuestionaba mis chances de poder salir. En las bebederas tristes y frías, en las calles de Rosario, me avanzaba el malestar, la bronca, rumiaba todo el tiempo, con interminables murmullos internos. ¿Cómo puedo seguir?
Cuando estudie periodismo deportivo, que me gusto, me recibí, pero no ejercí. Me fui a Filadelfia a aprender inglés, pero también porque no me tenía fe. Por la atención dispersa, por la poca memoria, insomnio, la voz ronca y pastosa en la radio, la falta de aire… La cabeza se me ponía muy loca. Y sospechaba de no tener una buena verba. Me escapé de afrontar la vida, como si eso fuera posible.
Esquivaba a la gente sana con miedo a que me reten, se angustien, o para no tener repercusiones violentas o legales. Me daba vergüenza haber tenido todas las oportunidades y estar tirado en la cama, sin laburo, estudio, ni hobbies. Ni plata ni nada, viviendo de mis viejos. No podía con esa realidad. Era un fracaso total, y con miedo al que dirán. Los finales eran de madrugadas heladas, solo, y con el corazón quebrado.
Mis pensamientos catastróficos construyeron paredes mentales, me encerraron en un pozo negro de miedo y drogas. Y tiraron la llave. Mi mundo era cada vez más chico. Ninguneaba y agreteaba a la gente «común». Cada vez conseguía menos plata, no me querían ni mis amigos faloperos ni los punteros. Porque no les pagaba ni me bancaba.
Mis preocupaciones estaban confinadas al mantenimiento diario de mi enfermedad. Elegía ser el payasito del lugar en vez de exponer mis miedos y hacerme entender. Usar drogas es buscar la felicidad con «un solo click». Una activación «fast food». Y no la vamos a encontrar. No nos vamos a alejar del infierno del que queremos escapar. Es más, nos va, si repetimos lo suficiente ese círculo, a enfermar y mal.
Si reconocemos que fondeamos, que tenemos un problema, recién ahí podremos recuperarnos. Solo podemos cambiar lo que conocemos y entendemos. Cuando reconozco que tengo una enfermedad, puedo tratarme y entregarme.
Cuando me abrí a un grupo terapéutico me tuve que acostumbrar, acomodar a una organización, una estructura, que yo no tenía. Me recuperé en grupo con otros adictos, ya que nadie puede solo. Con los compañeros encontré con que todos tenemos nuestras luchas, dificultades, depresiones, perdidas, dramas, y miserias. Por eso es tan importante hablar. No somos ni mejores ni peores que nadie. Somos, como todos, hermanos y humanos.
Se dice que el núcleo básico de la enfermedad es la perdida y la depresión. Tenés una carencia, una necesidad y ese malestar se manifiesta con un consumo problemático. Hay componentes genéticos que predisponen, pero quien «aprieta el gatillo» es lo cultural, lo que te pasa a vos en la vida.
Estamos condicionados pero no determinados. Nosotros podemos ir produciendo nuestra propia vida e ir modificándola. Y es ahí donde entra el tratamiento.
En vez que continuar con ese miedo que me prendía fuego por dentro, empecé a hablar, a confiar en mis compañeros. Hable de lo que me pasaba. Expuse mis miedos. Y veía mi vida en un papel, la saque «a la luz», la presente y me libere. Cuando me empecé a sentir mejor, y me saque secretos, ahí mi recuperación y mi vida empezaron a florecer.
Hablar y escribir lo que hay adentro da autoconocimiento, y con esa entrega uno se libera. Cuando expuse mis miedos permití que se vayan desvaneciendo y diluyendo. Pesaban menos porque ya los compartía y estaban afuera, abiertos a que con mis compañeros le hagamos «remiendos».
El grupo de adictos, como uno, te aconseja, te presiona, te da amor. Y esa sensación de pertenencia te hace sentir mucho mejor. Dejas de ser un «alien» regalado a lo que te dice tu cabeza enferma. Dejas de ser un «careta».
Gracias a mi paso por el tratamiento adelgace como treinta kilos, deje de fumar, de tomar alcohol, de drogarme… y de decir y hacer boludeces todo el santo día. A «quien me quiera escuchar».
Un día empecé en una radio de Concordia a realizar mi primera columna de boxeo. Con nervios y mucho miedo. Luego vino una de deportes, otra de información, gastronómica, etc. Arranque con la web www.lobomuller.com y sentí que podía. Que sabía, que tenía las herramientas como para hacer algo ingenioso, con onda, que debía confiar. Empezó el programa «La Ley del Deporte», el programa de entrevistas a los referentes deportivos…
En el tratamiento, descubrí el placer de compartir actividades con mis compañeros sanos, de largas charlas, comidas, trabajos, y hasta tenía tiempo para mi familia. Y empecé a creer que podía disfrutar de las personas comunes que yo tanto «relajaba».
Hoy encuentro placer en las pequeñas cosas de la vida. Como desde pasear a mi perro por el parque, hasta de disfrutar de la lluvia que me pega en la cara… Mientras me embarro y voy contento a comprar el diario.
Federico «Lobo» Muller