Héctor Libertella (1945-2006) fue un escritor de Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires. Usador de bares. Figura en las tertulias del Varela. «El Varelita» de Palermo. Gran escritor de cuentos que terminó dando cátedras en Universidades de Buenos Aires, México y New York. Este cuento tranquilamente podría hablar del último mundial. Su equipo sigue «tan vigente» como cuando lo publicó. Este escrito es un aporte suyo al querido mundo del futbol. Y al de la literatura… por supuesto.
LA CIFRA REDONDA
Cuando Uruguay participó en el Mundial de 1970, en México, era la época de furor por el atletismo y los planes de pizarrón. Las maquinas europeas señalaban con el dedo el camino del mundo y los sudamericanos nos habíamos metido en el callejón de la melancolía, del que ya no se sale porque no se quiere salir, ¿Quién querria salir de esa súbita, inmóvil sabiduría que da la senilidad precoz?
Pues bien, los uruguayos perdían uno a cero con Suecia y jugaban al paso, lentamente con su vejez y sus panzas prominentes. Eran once caciques que se dedicaban, con sus gambetas, a mantener en pie el misterio del Rio de La Plata. Cuando les hicieron el gol, volvieron caminando y conversando al centro de la cancha, mientras en las tribunas cien mil fanáticos latinos silbaban de rabia y tal vez de miedo por su propio destino!
Obviamente, el equipo sueco era una banda de atletas ciegos que solo buscaba resultados, y parecía bien claro que la realidad del partido estaba jugándose en otro lado, tal vez en la caverna de platón. El gol contra el estilo, la victoria psicológica contra el puntaje (los uruguayos demoraron con sus mañas y no hicieron un solo tiro al arco; cuarenta años de imperio con ese hábito).
Yo ya venía altamente alucinado con ellos. ¿Cómo imaginar un equipo que solo concebía la redondez del cero a cero? Esa «política zen» en busca de la más extrema transparencia. Esa utopía de una cifra que no dice absolutamente nada para nadie y a los uruguayos, sin embargo, ya les había dado dos Copas del Mundo. Y una presencia de «terror y amenaza» permanente para los semidioses europeos. Era el año ’70, cifra también redonda. Uruguay ya había ganado los campeonatos del ’30 y del ’50, de manera que el del ’70 era una fija.
En los días previos a ese Mundial tuve que soportar muchas burlas. Sucede que muchas radios y diarios me habían preguntado cual era mi equipo favorito y yo contesté, invariablemente, Uruguay (lo que reavivó la sospecha de mis amigos que, además de escritor, yo era un boludo). Hice algo aún peor, aposté todo mi dinero en esas suculentas «rifas».
La «lenta veteranía» de Matosas y la «poca cintura» de Cubillas colocaron a Uruguay en semifinales. Entre los cuatro mejores equipos del mundo… ¿En que fondo de la tabla de posiciones habrán quedado aquellos robots suecos de aquel torneo? «¡El alma ganó!», me dije, y me embolsé unos cuantos pesos que todavía me duran gracias a esa demencial apuesta mía a la historia.
Por aquellos tiempos me consideraba, lo que se dice en la jerga, un jugador de casino aceptable. Con una banda de amigos, en su mayoría matemáticos, estábamos noche y día estudiando números y cálculos de probabilidades. Semana tras semanas sostenidos en pie, junto a una mesa de ruleta en Necochea (siempre tenía que ser la misma mesa para no perder las respuestas afectivas y los típicos «gemidos» de ese cuerpo de madera, paño y tambor).
La posibilidad de que el cero a cero lleve a un equipo a la cima de cualquier torneo estaba siempre en nuestras conversaciones. En ese loco laboratorio veíamos todos y cada uno de los partidos de aquellos años para que el «como» y el «porque» del futbol acompañaran, con su transpiración absurda, nuestros limpios cálculos y le dieran un cierto «halo de realidad» (aunque fuera virtual). Nosotros nunca habíamos pisado una cancha. Solo nos interesaba la santidad del juego. El jugador, el jugador de verdad, es un santo. Que no busca ganar o perder. Jamás va a asumir esa vulgaridad.
Con su «política fantasmal» del cero a cero los uruguayos se me hacían el ejemplo último de los santos: el agujero que se produce en un mundo lleno de resultados. En esa Copa de México gané mucho dinero con ellos. Tampoco me interesó mucho aquel dinero.
Han pasado los años desde entonces y los uruguayos no han cambiado su carácter. A veces pienso que todo lo contrario, se fueron sofisticando: ahora ya ni siquiera les importa jugar o no un Mundial. Como si, por contaminación numérica, el cero a cero los hubiera convertido en un sublime «cero a la izquierda». La cifra perfecta, la bella utopía de un país que practica La Nada.
Yo ya hoy me paso los días en mi reposera, mirando fútbol partido tras partido por televisión y recibiendo amigos que todavía se burlan de mis cálculos. Ellos vienen del tablón y yo… del tablero. Ellos me hablan de tal o cual jugada con grandes observaciones practicas, concretas. Así como en la vida, se ganaron su dinero con esfuerzo.
Yo no. Yo puedo adivinar los misterios del futbol uruguayo porque mi única garantía sigue siendo la «plata dulce». Por eso conozco la magia de ese fútbol ganado sin mucho esfuerzo.
LA LEY DEL DEPORTE (JUEVES 20 HS MATRIX 94.9 Y WWW.RADIOMATRIX949.COM).