«Entre tantas tormentas, siento el calor de un rayo de luz. Acostumbrado a tantas malas noticias, hoy tengo la obligación de compartir unas buenas y esperanzadoras. Uno de los mayores flagelos del mundo, en pleno auge y crecimiento en nuestro país, la maldita adicción a las drogas, se encuentra con un nuevo y gran enemigo».
«Soy padre de un hombre de treinta y cinc años, que solo conocí y disfruté durante su niñez. Un hermoso hijo, simpático, inteligente, cariñoso, con la alegría de la familia, de los tíos y de los abuelos. Pero un día apareció una «sombra diabólica», y lo secuestró: las malditas drogas. Esa persona, despacio, quedó atrapada y cautiva. Corrieron los años y mi hijo se extinguía. Sus sueños, ideas y proyectos se diluyeron por completo. No había más nada, únicamente un fantasma, un zombi. Que iba y venía con un único objetivo diario: consumir drogas».
«Solamente mostraba un gesto mezclado entre tristeza, apatía, y la nada. En algunos momentos terminamos buscándolo en madrugadas de incertidumbre y miedo por hospitales y comisarías. Una noche de terror y tormenta salimos a buscarlo una vez más: “No tenemos a ningún paciente ingresado con ese nombre”, nos decían en los hospitales. “No sabemos nada”, manifestaban en las comisarías, hasta que un policía expresó que “encontraron a un joven peladito y desnudo corriendo por las vías del tren”. Y lo hallamos en el más espeluznante y terrorífico lugar que conocí en mi vida: el neuropsiquiátrico «Open Door».
«Un lugar donde nadie conoce a nadie, donde van y vienen sin rumbo muchos entes, zombis, y almas errantes. Y el envase vacío de mi hijo estaba ahí, atado con sogas en sus muñecas a un cama sin sábanas. Lo vimos desde una ventana. Así transcurrieron años de tragedia, desazón, tristeza y desesperanza. Internaciones psiquiátricas contra su voluntad, para preservar su vida. Llevarlo a una supuesta consulta médica, con engaños, y “entregarlo”, y contemplar cómo le “encajaban” una tremenda inyección, verlo patalear y escuchar sus gritos desgarradores».
«Mi mujer y yo desarmados, llorando «a mares». Esa era nuestra vida. Bache tras bache, caída tras caída, mi hijo vio morir a sus abuelos sin inmutarse. Ellos en vida le habían comprado y regalado decenas de pares zapatillas, pero él andaba en ojotas. Un día se puso las zapatillas de su abuelo recién fallecido. Para no salir de sus costumbres fue a conseguir su maldito veneno, pero sin plata, y la brillante idea fue entregar esas amadas zapatillas, el recuerdo de su querido abuelo».
«Ahí pasó algo inesperado, quizá esas zapatillas tenían adentro algún mensaje de su abuelo. Salió corriendo con sus zapatillas en la mano a la casa de una tía, vecina, y madrina, y entonces se desplomó en un charco de lágrimas y angustia. Le llaman “el clic”, o “la tocada de fondo”. Por primera vez en 23 años pidió ayuda».
»Entonces nos recomendaron un lugar “nuevo”, una fundación privada que encara a los adictos con técnicas innovadoras. Resignados y apáticos, lo llevamos, nos explicaron cómo sería el tratamiento y nos convenció bastante. ¿Pero cómo pagar? Con las idas y vueltas de nuestra vida, la imposibilidad de dedicarnos de lleno a las actividades, con los gastos de medicación, y con las enormes pérdidas desde todo punto de vista, nuestra economía estaba quebrada».
«El director de la fundación le pregunto a mi hijo, “¿vos realmente estás dispuesto a recibir ayuda para salir de esta porquería? ¿O tus viejos te trajeron y vos no querés?”. Y él dijo, “sí, por favor, quiero que me ayuden, no quiero vender las zapatillas de mi abuelo”. Y otra vez se desplomó en un charco de lágrimas. Nosotros también».
«El director le dijo, “vos armate un bolso y venite, de la plata no es necesario hablar ahora. Y nuestra vida empezó a cambiar. Los gestos de mi hijo, la relación de él conmigo y mi mujer, la relación entre mis hijas y yo, la relación de mi matrimonio, y la relación de el con sus hermanas. ¿Cómo pudo empezar a suceder eso?».
«Todo esto lo armó un tipo que la pasó muy mal, y que también perdió a la grande, y después de una larga lucha logró salir del infierno de las drogas, y hoy cambió sus adicciones por una única y nueva adicción: ayudar a todos los que se le crucen en su camino».
«El tipo se recorre kilómetros al rescate de alguna «alma errante». Mi hijo lleva aprendido lo que jamás nadie le enseña a nadie, ni en la escuela, ni en la calle, ni en el mejor hogar de los mejores padres del mundo: aprendió a quererse, a querer, a respetar, respetarse, a relacionarse, y a saber que es merecedor de una hermosa vida. Le “llenaron la cabeza”, pero de amor, de respeto, de agradecimiento, de fe, de esperanza, y de ganas de vivir».
«Y en ese lugar fueron entrando otras «almas errantes», y ya salieron increíble y milagrosamente a afrontar la vida con garra y ganas. Y lo más curioso, es que el maravilloso equipo de profesionales de esta fundación no estuvieron dedicándose a tratar a ellos solamente. Tratan a todas sus familias. Hoy tengo un hijo nuevo, con su esencia original, aquella que yo percibía cuando era chico. Se le cayó toda esa coraza en la que estaba atrapado, se limpió, y se purificó».
«Hay Psicólogos, terapeutas, profesores, y operadores a disposición y en actividad, para los “pibes” de 18 hasta los 60 años. Y a disposición permanente para todos los familiares, brindando talleres de psicología, grupos de contención, y organizando eventos».
«Los abrazos que me doy con él son una tremenda novedad para los dos. Es un sentimiento indescriptible. Hoy, siento como que mi hijo estuvo 25 años de viaje, y ahora empiezo a conocerlo y a disfrutarlo».
«La clínica me devolvió la vida a mí, a mi hijo y mi familia. Pero me la devolvió recargada. Ahora todos estamos mucho mejor. Me siento en la obligación de difundir este mensaje de esperanza para muchas aquellas familias que hayan o estén pasando situaciones similares a la mía. Dios quiera que estas estructuras se multipliquen a lo largo y ancho de nuestro país. Estas estructuras de tratamiento son las aniquiladoras de las drogas».
CONSEJO DE PREVENCIÓN DE ADICCIONES