Ustedes no se pueden imaginar la vergüenza que sentíamos al vivir en un barrio que no tenia guapo. No te digo tener dos o tres como tenia Refinería. Digo uno, uno solo como todos los barrios. Tampoco la exageración de tener catorce como Saladillo, pero no olvidemos que en Saladillo operaba un frigorífico muy grande. Y ahí ser cuchillero estaba a «la orden del dia». Era gente acostumbrada a la faca, a carnear animales, al «contacto» con la sangre.
El barrio La Florida, sin ir mas lejos, que era un asentamiento de pescadores en aquella época, tenia tipos muy de lidiar con pescados bravos, como la «vieja del agua», la «tararira», la «palometa» o el «apretador», por decirte algunos. Yo una vez tuve un «bagre sapo». Impresiona un poco y no es para cualquiera dominarlo. Los pescadores llevaban un cuchillo de filetear como quien lleva una gorra o una billetera…
El mismo barrio Belgrano tenia uno, «El Loco» Pesquiza, que había quemado «viva» a toda su familia por una discusión de básquet, un poco subida de tono. Barrio El Triangulo tenia a «El Nene» Rupp, Antenor Rupp, que después fue jefe de Policía en Cañada de Gómez. Fisherton, así como lo ves, tan elegante, tenia a «El Polo» Barragán, un negro grandote, «quintero».
Pero nosotros no teníamos a nadie, ni uno teníamos. Eso nos daba un poco de vergüenza. Era una sensación ambigua, contrapuesta. Por un lado una cierta tranquilidad. Un guapo, un pesado, uno de esos tipos prepotentes, atropelladores, siempre representaban un peligro. Provocaban, insultaban, escupían o le decían cosas a tu mujer. Pero de ultima vos ya sabias donde «copaban la parada».
Entonces los eludías, era bastante sencillo, Pascual Centeno, el guapo del barrio Lisandro de la Torre, solía pararse – me contaba mi padre – en la esquina de Antelo y Reconquista. Y ahí se quedaba toda la tarde hasta la noche. Con no pasar por esa esquina ya estaba, asunto solucionado, porque yo no he conocido guapos que salieran a recorrer la zona, en una especia de control o patrullaje. Y era mentira aquello de que se apoyaban en los faroles, porque no había ni faroles. Había apenas lamparitas en el medio de la calle, colgando de un cable.
Centeno, como les decía, había elegido esa esquina porque ahí había un quiosco de revistas y le gustaba hojearlas. Por ahí tenia que detener la lectura para provocar a alguien, o mirar desafiante a alguno que pasaba. Tanto tiempo parado ahí leyendo lo hizo un tipo muy informado, casi un intelectual a Pascual Centeno…
Sarmiento, un barrio textil, trabajador, lleno de tejedoras, bordadoras y modistas también tenia un guapo: Ángel Forletta, un guapo de cuarta, pero guapo al fin. Forletta era peluquero, tenia su peluquería al lado del Club Argentino. Forletta te amenazaba desde adentro de la peluquería con una tijera. No era corpulento. Era mas bien gordito, petizo y pelado, pero muy decidido. Había que cortar una «americana» y le metía, una «media americana» y la encaraba, había que resolver un corte taza y lo resolvía.
Con la misma actitud había enfrentado tiempo atrás a un compadrito que solía pavonearse por el Parque Alem con un revolver en la cintura, y al que le pego semejante palazo en la cabeza que lo dejo «fuera de servicio» por varios meses. Un año había pasado y al compadrito se lo veía por la estación hablando solo y vendiendo plumeros.
Pero nosotros no teníamos guapo. Y si bien eso representaba la tranquilidad de caminar sin sobresaltos por la zona, por otro había insatisfacción, vergüenza. Vergüenza de que entre 35 o 40 adultos que vivíamos en Las Heras, no hubiera ninguno que «pisara fuerte».
Las Heras siempre fue un barrio de contadores públicos, gente acostumbrada a resolver los problemas con razonamientos fiscales, discusiones contables, entre números. Entonces ninguno estaba predispuesto a agarrarse a trompadas por una tontería. En nuestro barrio aparecía un guapo de otro barrio y nos apuraba. Se hacía el malo y no había nadie para para echarlo a patadas. Nos basureaban mal.
Lo cierto es que un dia empezó a aparecerse por el barrio «El Pocho» Saucedo, que era un matón del Barrio Bancario, que empezaba a partir de la vía hacia el norte. Se suponía que ese negro grandote, peinado a la gomina, jetón, que se balanceaba al caminar, se venia para nuestro lado a comprarle cigarrillos a «El Viejo» Matías. Don Matías vendía unos cigarritos «Capocannonieri» negros, fuertísimos, que nadie tenia… y no se como ese matón de Saucedo se entero y se nos empezó a venir, para nuestra desgracia, a comprarse los puchos al barrio. Y era una calamidad.
Amenazaba a los chicos que salían de la escuela, les decía barbaridades a las maestras, le pego a una directora, que tenia como 76 años. Le manoteaba alguna factura a un entrerriano que vendía facturas a la salida del turno tarde. Y, en mas de una ocasión, se paraba en la esquina y empezaba a putear a todo el barrio: «este es un barrio de cagones, cajetillas y maricones, muertos de hambre y socialistas», y así seguía. Las madres escondían a sus hijas para que no escucharan esas barbaridades. Mi mujer me decía que la policía, que no hacia nada, debía estar «entongada» con Don Matías, por el contrabando de cigarrillos. Estaban todos «en la joda».
La cuestión de que, en la mesa del boliche, hablábamos todos los días con los muchachos. Era un tema que nos lastimaba, nos ofendía. Por suerte este matón no pasaba por la esquina del bar, pero de tanto en tanto nos llegaban comentarios de las viejas diciendo: «¿Como puede ser que no haya nadie que lo ponga en vereda a ese desgraciado?», haciendo referencia a los hombres del barrio, incluso a nosotros, que frecuentábamos el bar.
Pero nosotros habíamos llegado a la conclusión de que no estábamos dispuestos a perder tontamente la vida por una controversia con ese delincuente. Había incluso, una diferencia de jerarquías, de estratos sociales (sin querer aparecer yo como un racista) con ese sujeto, que hacia totalmente desigual un enfrentamiento en el plano de la violencia y no en el de las ideas. Se dio un dia una circunstancia que fue precipitando el trágico final. El dueño del boliche, «El Gallego», era un tipo bonachón y tranquilo. Uno de esos tipos que son ideales para tener un boliche porque se tomaba «todo con soda». Trataba de apaciguar, por ejemplo, las discusiones sobre futbol o política y no hacia mayores problemas si uno le quedaba debiendo «los fernets», mas de una quincena. «Después los paga Arturito», me decía a mi cuando yo todavía estudiaba para contador publico, y no tenia mucho dinero para pagarle en el dia.
«El Gallego» era así, pero «La Gallega», su esposa, era terrible. Una bruja. Una vieja flaca, bastante alta, arrugada, con el cuello lleno de venas y tendones, amarga, siempre con un rictus fulero en la boca y en la nariz, como que estaba oliendo mierda, ni siquiera nos saludaba cuando nos veía. Por suerte no la veíamos demasiado porque se la pasaba encerrada en la cocina, preparando sándwich y picaditas, fritando, moviendo cajones, trabajando como una bestia de carga, es cierto, pero dejándole las relaciones publicas al marido, que era mas dado.
De vez en cuando aparecía, para gritarle algún reproche a «El Gallego», carajearlo, recordarle que ella se deslomaba como un asno, para después meterse en la cocina mientras se secaba la transpiración con el trapo «rejilla». Nos daba «apuro» por «El Gallego», que quedaba avergonzado ante nosotros, que hacíamos como que no escuchábamos ni veíamos nada y procurábamos seguir hablando, como si nada.
Un dia estaba Humberto Alsina, como todos los días, que era un tipo pequeño, de lentecitos, muy callado, que pocas veces hablaba. Lo que pasa es que prefería escuchar. Era un tipo muy educado, afable, inteligente. Que cuando hacia alguna acotación era acertada, cauta, reflexiva. Y había entablado una relación de mucho respeto con «El Gallego», que tenia algunas atenciones para con el. Un dia, que estábamos sosteniendo una conversación mas que interesante sobre aportes previsionales y deuda fiscal, aparece «La Gallega» y le dice una sarta de barbaridades a «El Gallego», que estaba acodado detrás de la barra.
Le reprochaba no se que problemas con los proveedores y golpeaba con un puño el mostrador. Para colmo le grito algo así como que el perdía tiempo escuchando las estupideces que decíamos nosotros, que lo único que sabíamos hacer era hablar al reverendo pedo. ¡Para que! Se hizo un silencio de funeral en el boliche. Ahí lo vimos pararse a Humberto, che. No lo podíamos creer. Se puso de pie, bajito como era, cigarrillo en mano, apartando hacia atrás la silla y girando el cuerpo hacia «La Gallega» de mierda esa.
Tendrían que ver ustedes la cara que puso esa vieja cuando Humberto le dijo de todo menos linda. Porque nunca espero que nadie le «parara el carro» de esa manera. Ella estaba acostumbrada a aparecer en escena muy de vez en cuando, gritar un para de barbaridades, e irse, como si fuera una especia de «títere desagradable». Nos quedamos todos helados, apostando a que la vieja iba a agarrar el palo de escoba con las dos manos y lo iba a moler a palos a «El Humberto» y de paso a todos nosotros. Pero la vieja se desencajo, fue como que le hubieran dado el un golpe de KO. Miro al Humberto, murmuro algo, pego media vuelta y se fue a la cocina con la «cola entre las patas».
¡Para que! Desde aquel dia, Humberto paso a ser una especia de héroe civil para nosotros, un paladín de la justicia, de bajo perfil. Como algunos super héroes de historietas que tenían doble personalidad. Públicamente eran tímidos y callados, pero en su otra faceta se convertían en «defensores de los pobres y desprotegidos». Desde ese momento se había ganado el respeto y la admiración de todos nosotros. Y especialmente del «El Gallego», que con envíos de «copetines» que pagaba «la casa», le hacia la demostración de agradecimiento que sentía por haber puesto en su lugar a esa vieja «hija de puta», con el perdón de la expresión.
Una tarde salimos del boliche, che, como a las siete de la tarde, hacia calor, y nos topamos con «El Guapo» Saucedo. Lo reconocimos enseguida y nos paralizamos. Estábamos todos: Tristán, Bernardo, «El Gordo» Arredondo, «El Doctor» Usía, «El Chito» Ayarza, Humberto, Edgardo Piovano, que murió hace poco, yo, lógicamente… Se hizo un silencio notorio, molesto y Saucedo se tuvo que detener y nos miro con una sonrisa de asco. Supimos que no iba a seguir de largo. Y casi sin pensarlo, mecánicamente, el grupo nuestro se fue abriendo, apartándose, como para dejar a Saucedo frente a frente con Humberto Alsina.
No se porque se dio así. Hubo una coincidencia tacita de que Humberto era el único que podía enfrentar ese momento, esa amenaza. Hasta el dia de hoy hay gente que nos reprocha, como mi hermana Arminda, haberle tirado aquella responsabilidad al pobre Humberto. El malevo quedo de cara a Humberto que salía ultimo del boliche como siempre, demorado porque se quedaba despidiendo a «El Gallego». Saucedo camino dos pasos lentos hacia Humberto que ni se había percatado de nada y mirándolo a los ojos le dijo, todavía me acuerdo: «así que vos sos el guapo de la barra».
Y sacando un cuchillo de 25 centímetros de hoja se lo enterró a Humberto en el estomago. Vimos entrar el acero en la tela blanca de la camisa, sin hacer ruido y con otro movimiento exacto saco el puñal y lo seco con un pañuelo. Humberto comenzó a caerse… por suerte lo agarramos entre todos. De cualquier manera lo de Humberto Alsina no fue en vano. Porque Saucedo nunca mas volvió al barrio. Aun para un maleante una cosa es ir a comprar cigarrillos de contrabando al barrio y otra cosa muy distinta es acuchillar a uno saliendo de un boliche. Supimos que tiempo después se fue a vivir a San Miguel de Tucumán.
Y Humberto por suerte sobrevivió a la herida que le había partido el hígado en dos pedazos. Tuvieron que extirparle uno. Pero nunca mas volvió a la mesa del boliche. Pienso que se quedo molesto con nosotros. Un tanto fastidiado. Algo así le manifestó a «El Doctor» Usía, una noche de carnaval, hace algunos años. Cuando le dijo que no podía probar ni un trago, porque el alcohol le causa graves trastornos hepáticos, a causa de aquel incidente. Y sin embargo, si bien el barrio siguió sin tener un guapo que lo representara, en el aniversario de aquel cuchillazo infame, La Comisión de Damas le puso al salón de juegos de mesa del Club Social Juventud «Salón Humberto Alsina».
A Humberto lo vi hace poco, ya esta bastante viejito pero bien. No parecía un tipo al que le hubieran extirpado parte del hígado. Estuve medio tentado EN saludarlo y consultarle sobre un tema de aportes previsionales. Pero me dio no se que…
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