FEDERICO "LOBO" MULLER

CUENTO DE BASQUET «LOS SUB CAMPEONES» POR MATÍAS GONZALEZ

Matías González es un escritor que nació y se crió en Concordia, Entre Ríos. Es del barrio La Cantera, conocido por el desaparecido pero jamás olvidado Club de Boxeo La Cantera «Cuna de Grandes Campeones». Hace muchos años que vive en Buenos Aires estudiando, laburando, escribiendo, o dando clases en escuelas y universidades. Sus libros han sido premiados y distinguidos en España, Chile, México y Cuba. Siempre es un placer encontrarlo en una «rueda de amigos» acá en «La Capital Provincial del Pugilismo». Es un amigo de la casa. Tiene la verba que a uno le gusta. Es muy rico en anécdotas académicas y callejeras. Deportivas y antideportivas. Las cuenta con buen contenido y forma. Con las misma creatividad y pasión alguna que se mando Jorge Borges como una que le sucedió a un ignoto «borracho de pizzería». Además de escritor lo disfruto y mucho como orador. Este es uno de sus tantos cuentos que generosamente me regaló:

“Los subcampeones” (Del libro La mitad sin uno, 2014)

El ruso: Base

Yamani: Ala derecha.                  

Pablo: Ala izquierda.

Ariel: Pivot alto.

Vilcha: Pivot bajo.                                               

Director Técnico: Carlos

Asistente: Saravia

Carlos:

Puse el recorte en un portarretrato, pero lo guardo en un cajón: si uno lo expone en la repisa termina por no mirarlo.

El Heraldo, Concordia, 24 de septiembre de 1991.

Son un puñado de gurisitos. Mi saco contrasta entre las musculosas verdes. La cara chata del tablero nos respalda desde lo alto: el aro es una aureola grupal y la red cae sobre nosotros como un colador de sueños.

Ninguno sonríe, eso es para los cumpleaños. Cruzan los brazos contra el pecho y miran duro. Menos el Ruso, que tiene la pelota bajo el brazo  –no, la pelota no: la cabeza de Goliat– y se muerde el labio. Puedo oírlo:

– ¿La querés? Vení. Vení a buscarla. 

Saravia sale apartado. Se emponcha una bandera con el escudo de Concordia…en la mano lleva su libretita.   

Es un ángel de la guarda que califica el riesgo y toma nota.

Pablo había ido a piano. De estirarse en las octavas podía agarrar la pelota con una mano. Su especialidad eran los rebotes y las tapas. Fue el único que llegó a volcarla. Y no era el más alto. He visto cómo le miraban las zapatillas, como si le sospecharan un mecanismo escondido.

El más alto era Ariel, pero elegante y flexible, como un bailarín. En los entretiempos se enjugaba el sudor con la muñequera. “¡Corregite el maquillaje, Arielito!”, le gritaban. Pero su gancho de novia le asestaba el ramo a la más soltera.

Vilcha era fuerte, simple y eficaz, como un elevador de palets. Sabía poner codazos hidráulicos. Lanzaba sin parábola (apenas la comba que imponía la geometría). Arisco hasta en los festejos: una sombra de sonrisa equivalía a un campeonato.

Yamani era nuestro lanzador de tres. Oficiaba un rito que abría los entrenamientos: se quitaba el pulóver y con un amplio molinete folclórico lo enroscaba en la mano. Esperaba la expectación del grupo y, con un vuelo preciso, lo ponía de sombrero en algún poste pelado. Nuestra bandera de la arrogancia.

El Ruso se encariñaba tanto con la pelota que lanzaba con desgano, como quien se resigna a liberar una paloma curada. Su gusto por la exhibición reñía con la urgencia de los resultados, y era el único que se atrevía a oponer sus razones.

Yo no podía admitirle que me deleitaban sus piruetas, porque el Ruso quería ganar, como todos, pero había algo en su juego… como si quisiera expresar una idea. El tema es que a veces, para expresar una idea, hay que perder… pero me estoy adelantando.

Venían de distintos clubes y en la selección se articulaban como una máquina perfecta…  Claro que si se caga una sola pieza… o, como decía el Chapulín: “Ningún fuerte es más cadena que el eslabón más débil”.

Se pasaban entre ellos la revista Encestando. Se ajustaban las botitas con ceremonial de guerra, usaban muñequera, tenían un aro rudimentario en el patio de sus casas y le rendían culto, en el santuario de sus placares, al póster de Michael Jordan. Quién sabe qué sueños les anunciara aquel ángel de carbón.

Gualeguaychú, 1990. Final del campeonato provincial. Concordia vs. San Salvador. Categoría “Mini”.

En el salto de inicio Pablo sobrepasa a un lungo y dominamos desde el arranque. Yamani va por el cuarto triple y tiene el descaro de tocarse la muñeca, como si la regulara, como si fingiera dolor. El Ruso y Vilcha viven un compañerismo tenso, de estilos enfrentados, pero el Ruso encuentra el túnel para una asistencia y estalla el romance. La red flamante del Rocamora nos depara una degustación más sedosa que nuestras redes gastadas del campeonato municipal. El minutero transcurre con un compás exquisito.

El Ruso es el encargado de trasladar la pelota… Su marcador lo espera a unos cuantos metros, pero se detiene. Mira un punto extraviado y gira sobre sí, diametralmente. Se reconcentra en posición de tiro y lanza con alarde técnico. El fleco de la red acusa el acierto rotundo. En medio del estupor general, el Ruso se pone una mano en la cadera y contempla el tablero como a un cuadro.

Vilcha lo mira con incomprensión infinita. El árbitro podría expulsar al Ruso por “actitud antideportiva”, pero desconoce esa cláusula. Mi asombro se resuelve en ira y pido el cambio. Le hacen un lugarcito en el banco y el pendejito hijo de puta ya no levanta la cabeza: si él no juega, el partido no le importa.

Diez minutos después San Salvador nos aventaja. Pongo mi orgullo a negociar. Me le acerco, condolido:

–¿Por qué hiciste eso, Ruso?

–Para saber que se siente…. –una respuesta individual no puede contentarme.

–Para desconcertarlos–reformula.

Es lo que necesito. Le ordeno que caliente, pero me bajo la ojera con el índice: significa libertad condicional. Ingresa con un trote gallito, corcovea el combustible almacenado.

Reconstruimos un poco el tanteador, pero el cronómetro nos apura. El Ruso se acerca al banco y me murmura que Copita, el base de ellos, tiene cuatro faltas (en la quinta tendrá que abandonar el partido). Me pide un permiso especial con la mirada.

El Ruso pica la pelota y le intercala golpecitos de buen dominio con el codo. La muestra, le franelea su redondez… Copita logra contenerse, pero el Ruso redobla la provocación: impulsa en rotación la pelota sobre el índice… alimenta la inercia con pequeñas cachetadas y, en un colmo injuriante, remplaza el eje del índice por el dedo mayor (un fuck you cirquero de globo terráqueo). El árbitro se esfuerza en vano por recordar algún inciso que encuadre la maniobra, pero en tanto no vuelva a picar, la acción parece lícita. Resuena un chirlo en el antebrazo del Ruso y, en seguida, el estridor del silbato.

 ¡Falta de Copita!

Tendrá que salir del partido. El Ruso mueve los labios en dirección al banco: Listo, leo que dice, y me guiña el ojo.

Antes de abandonar la cancha, Copita lo escupe.

Se agarran a trompadas en ese estilo limpio y vistoso en el que ningún contrincante propone mucha defensa. Logramos apartarlos y serán dos los que abandonen el partido.

Vilcha respira apretado; se arrima al Ruso y le espeta “payaso”. El Ruso se relame un moco sanguinolento que le chorrea de la nariz y se lo escupe a los pies. Por perdonarle la vida, Vilcha se carga de furia… con pronta consecuencia:

Sin el Ruso, San Salvador crece. Tras una aglomeración bajo el tablero, Vilcha se adueña de la pelota con sacudones enfáticos. Pero Ariel, su compañero de zona, cae de rodillas y se toma el corazón con recogimiento dramático.

–Sonó, sonó –grita uno.

Tienen que llevarlo de urgencia: fisura intercostal.

Perdemos la final por dos puntos.

La catorce está desierta. A la altura del palmar, las sombras altivas forman un caribe lúgubre. El Ruso hace chistes sin cesar y el equipo le responde con malestar. Vilcha mira la noche por la ventanilla del colectivo y Ariel, su radiografía de tórax…

Paraná, 1991. Categoría “Infantiles”. Final del campeonato provincial. Concordia vs. San Salvador.

Antes de partir tenemos un contratiempo. El motor del colectivo lleva calentando cuarenta minutos, pero Yamani no aparece. El teléfono no resulta y nos presentamos en su casa. La madre informa el plazo de una penitencia y ¡pumba! portazo. El Ruso, que venía callado, me aparta y explica: días atrás se habían robado unos videos porno; él zafó, pero el dueño del video se apareció en lo de Yamani y flor de quilombo.

Hay tres o cuatro videoclubes en la ciudad. Dos de ellos tienen ese tipo de videos. Pregunto en cuál y escucho lo que prefiero. Delibero con la comisión y le indico al chofer una calle. Me atiende el flaco Saravia, campeón conmigo en el 73. Está dormido y lo precede una panza floja.

–Muchas películas –dice, y se palmea a la altura del ombligo.

–¡Cuánta tecnología! –contesto, y le recuerdo las revistas que nos afanábamos de la terminal. Ahí empieza a entender qué hago ahí.

Saravia se deshace en disculpas; ha habido, le dice a la mamá de Yamani, un gran malentendido.

Llevamos de vuelta a Saravia. El colectivo se mete lento por las calles del centro. El Ruso, en agradecimiento, le compone un cantito.

Una vela para el Eros / que a veces te deja a pata

dos velas a San Saravia / protector de los pajeros.

Ya en la puerta, Saravia interrumpe la despedida y pide un minuto con las manos. Vuelve a los cinco con un bolsito de apuro. ¡Asistente técnico!, dice, para autoproclamarse o explicar, y sube con el bolsito.

Viaja feliz y, a la altura de Viale, saca del bolsito una libreta anillada. Pone Jugadas en la primera hoja. Después tacha y pone Plan de operaciones. Pide un informe de cada jugador, dibuja un rectángulo con dos redondelitos en los extremos y empieza a garabatear cadenas de ensamblaje un poco utópicas. 

            –¡Qué lindo es el básquet, Carlos! –dice. ¿Por qué lo dejé?

            – ¿Porque te compraste una cámarita V8 y quisiste ser Ford Coppola?

            Sonríe, expuesto, pero halagado de que haya sabido de su vida.

            –Eso no –dice. Eso fue después.

            –Ya sé –digo. ¡Por el pucho, la militancia y las tetas de Marisa!

(Dije así por cuidarlo, por quererlo al flaco ¿cómo le voy a decir que el básquet lo dejó a él, que él nunca estuvo a la altura? ¿Cómo le voy a patear a un pobre perro el hueso de un recuerdo retocado?)

Llegamos hasta la final sin competencia, por un tobogán recreativo, y enfrentamos por fin a San Salvador. El rencor de un año sale del freezer y se hornea bajo las chapas del club Echagüe. Las zapatillas rechinan con hambre a ras del piso; el juego es rudo y el árbitro un editor meticuloso que fragmenta las escenas cada diez segundos. En un movimiento banal, Copita se esguinza el tobillo. El Ruso se desvive por asistirlo: un año imaginando una tortura de gourmet y el tipo se le quema a los diez minutos. No es justo: Copita es su adversario personal y lo quiere adentro de la cancha.

Lo suplanta un alfeñique desconocido.

Nota: un año antes, en Italia, Sergio Goicochea revitaliza la imagen del suplente heroico. El alfeñique acaba de entrar y clava triples a quemarropa. Ariel le pide al techo una explicación teológica. Yamani se encoge de hombros y hace el ademán de un gran agujero con las manos.

Pido minuto para que al alfeñique se le enfríe la mano, pero ni caso, nos peina la red para adentro, la deja lacia.  Con todo, mantenemos una pequeña ventaja… pero se inmiscuye la familia:

La mamá de Pablo había pescado al papá en una situación comprometedora y lo había echado a patadas. Surgen algunas pesquisas. El tipo es viajante y resulta que tiene otro hijo en Salto. El padre se nos aparece para la final. No entiende nada de básquet pero se gana la estima del equipo –excepto la de Pablo– con fichas de metegol y Coca-Colas en el barcito del hotel.

Pablo dispara en un contraataque, tiene la pelota y espacio para tomar carrera, dos buenas zancadas y despega –tiene, de verdad, un propulsor en la pantorrilla. Se cuelga al aro con mano triunfal, proeza única en su categoría ¡un ángel rebelde, zarandea en lo alto su propia aureola!; la tribuna se incorpora en un gesto admirado. No bien aterriza, busca la mirada de su padre:

Distraído, el tipo se ata los cordones.

Pablo no puede oír los aplausos. Comienza a jugar como un zombi. El suplente nos apabulla a bombazos.

Sucede lo imposible (San Salvador 64; Concordia 63).

La Paz, 1992. Final del campeonato provincial. Concordia vs. San Salvador.

Ya estaban creciditos y había que vigilar que Yamani y el Ruso no fumaran porro. Avanzamos como el Dream Team en los juegos olímpicos. En la semifinal del sábado aproveché para que jugaran los suplentes.

Después fuimos a un bodegón y Saravia trató de interesarlos en el truco. Un deber patriótico, dijo. Ordené pastas obligatorias –carbohidratos– con una salcita liviana. San Salvador nos esperaba a las 11:00 del día siguiente.

Mi recuerdo quiere que esa noche, en un aparte de la cena, ocurra un diálogo con el Ruso (pero pudo ser antes, después o nunca). Le digo que es un gran tirador, que utilice ese recurso. Es un mandato táctico, pero lo rumea a su modo y dice, todo pipa y barba precoz, que es más “satisfactorio” penetrar o, en todo caso, meter una asistencia.

Era un quilombo hacerlos dormir, pero esa noche se silenciaron temprano.

A las 7:00 de la mañana me despertó Saravia. Pablo y Ariel acababan de entrar, los vio tambalearse un poco. Vilcha estaba en su cama, pero de Yamani y el Ruso no había noticias.

La Paz era una ciudad chica, de gente gaucha. Enseguida se ofrecieron todos. Con eso de la responsabilidad civil andábamos un poco cagados. A eso de las nueve lo encontramos al Ruso. Sentado sobre el cordón de la vereda. Una vieja le ofrecía café y le pasaba la mano por el pelo. Acostumbrado a su jogging, sentí la traición de la camisa hawaiana.

Me extendió una piedrita blanca, poco más grande que un grano de arroz. Sonrió con un labio hinchado y un agujero en la dentadura. Jedía a alcohol.

–No encontraba el diente –explicó.

El Ruli, que había sido su primer entrenador, le había puesto Ruso cuando empezó en mosquito. Odiaba que lo llamaran así, te mostraba el dedo del medio o se agarraba los huevos. Pero Ruli se compró una moto y un tren le ganó una apuesta íntima. Fue una semana de canchas desiertas. Me tuve que hacer cargo del grupo. El Ruso hizo alguna boludez y lo reté por su apellido. Se dio vuelta y me lo dejó bien claro:

–Ruso –dijo–. Me dicen Ruso. Desde entonces no permitió que lo llamaran de otra manera.

Saravia se lo llevó al hotel y seguimos en la búsqueda de Yamani. Yo arrastraba el alma de vergüenza. A las diez de la mañana un patrullero lo encontró en el baño de la Terminal. Había vomitado en casi todas las baldosas, menos en el inodoro. Dormía sobre un charquito de meo.

Resolví renunciar al campeonato.

–Qué les hace una resaquita –me zumbaba Saravia.

–Son organismos nuevos –llegó a decir, en plan de biólogo.

No pude mantener mi postura. No recuerdo por qué. Hacerlos jugar en esas condiciones era mi única oportunidad de infligirles un castigo físico. Pero quizá, simplemente, quería ganar. Con algunas gestiones retrasamos una hora el partido.

El negro Vilcha era el único titular en la rutina de calentamiento. Los demás remoloneaban alrededor del banco. Les hubiera gustado disculparse pero se sabían condenados. Empecé con los suplentes y a los cinco minutos nos sacaron diez tantos.

Los metí a la cancha de a uno, como quien suelta barquitos a una corriente encrespada. Así y todo, lograron remontar un poco.

Al rato Ariel se acercó a la orilla y me rogó salir; tenía ojos de prisionero. Saravia lo acompañó al baño. Según contó, el Ruso le había convidado un cartoncito embebido en ácido. Saravia lo ayudó a inclinarse sobre el inodoro.

–Todavía tengo al otro –decía Ariel, en un clamor lloroso.

–¿Qué otro, Arielito? ¿De qué hablás?

–El que piensa adentro mío – contestó, y se exorcizó con una lanzada.

Yamani probó de tres y la pelota pegó en la punta del tablero. Se tocaba la cara, para corroborar su identidad, como si le hubieran descentrado la brújula.

El Ruso interceptó un pase y se recalcó el pulgar. Aparté a Saravia y lo vendé yo mismo, con ninguna delicadeza.

– ¿Te duele el dientito, Ruso? –afilé todo el asco en el diminutivo.

Todavía no se le iba el olor a cerveza.

–Parece que anoche repartiste asistencias.

Entendió por dónde venía la mano.

–Quise ser generoso –dijo.

Vilcha jugó como nunca y por poco –cinco puntos– nos evita la derrota.

San Salvador es la capital nacional del cereal, Concordia, del citrus. En el banco de ellos había un entusiasmo patriótico:

Borón bom bom, borón bom bom, menos naranjas, y más arroz.

Tuvimos que aguantar, por tercer año consecutivo, el cantito y el revoleo de las camisetas. Como dicta el ceremonial de estos casos, cortaron la red, como monos contentos: 

–Eh, técnico, técnico –me gritó un gurisito de ellos, y enarboló la red, como una cabellera trenzada, pero prefirió otra metáfora: La bombachita de tu hermana, dijo. 

Me acerqué a mi colega. Nos tocaba el papel de adultos, darnos la mano, dar el ejemplo. Habría sido bueno que lo felicitara.

–Educá a esos pendejos –dije, y cabeceé hacia el que me había gritado. Lo sorprendió mi aspereza, y descolgó una media sonrisa hiriente. La Paz es una ciudad chica, de gente gaucha y conversadora.

–Trabajo en eso –concedió. Y tuvo que agregar:

 –Tus faloperitos, claro, no tienen remedio.

Nos agarramos a piñas. Él agarró la primera, a las otras las agarré todas yo.

La ruta de vuelta fue un foso oscuro, interminable. Me senté adelante, para no mirar al equipo. Las chupeteadas de mate que pegaba el chofer fueron el último resto audible.

No dirigí más. Al Ruso y Yamani se los tragó la noche. Yamani se fue a México; el Ruso terminó en Buenos Aires. Pablo tocó mejor el piano. Vilcha se lesionó la rodilla. Ariel se degradó en tenis, pool, y jueguitos electrónicos. Teníamos por la calle la precaución de no encontrarnos, de no aventar cenizas. 

Veinte años después me tocaron el timbre. Estaban los cinco…  una banda de ancianos.                 

II

Saravia:

Habían venido en bicicleta, eran dos gurrumines. Cuando me descuidé manotearon unas porno y se tomaron el palo. Y encima la vieja del mejicano me amenazaba con hacerme un juicio. Terminé viajando con ellos. Me fui sin avisar y a la vuelta de ese campeonato me separé de Marisa… y así como así pasaron veinte años.

Yamani era el único que se mantenía un poco, de facha, digo, cama solar y buena pilcha, pero los puchos le nublaban los pulmones. El resto estaba hecho mierda de los dos lados. El Ruso estaba pelado y no había crecido ni un centímetro. Y ya entonces daba petiso. 

El Ruso contó cómo había sido todo. Había ido a Constitución por no sé qué asunto. Andaba en una Hondita (una 150, repodrida, según aclaró). Hacía un día de mierda, lloviznaba, pero no esa llovizna de película francesa: llovizna de Constitución. Otro infeliz se había suicidado en las vías y los trenes se demoraron. Típico despelote que arman en Buenos Aires y que nosotros vemos por televisión. Cientos de laburantes amontonados y la llovizna del orto. Relumbraban los charquitos aceitosos. Mugre al óleo, dijo el Ruso. Dice que ató la moto por ahí, cerca de la estación, y se chocó con un tipo, duro el tipo. Atisbaron a pedirse disculpas, sin perder, digamos, la hombría.

–¿Vilcha? ¿Sos vos?

–¡Ruso!

Se abrazaron. Se metieron en un barsucho y tomaron cerveza (El Ruso en verdad ya no tomaba, pero dijo que tomó Sprite como si fuera cerveza). Tristes de verse, tomaron mucho. La llovizna les caló el silencio y les ganó los ojos… Al rato, el Ruso habló.

–Perdóname, Negro –le dijo.

Dice que el Negro no le contestó, se le apelotonaron dos décadas en la garganta. Después de un rato, un rato largo, le estiró una palmada.

–Un tal Ginóbili nos robó el destino –dijo el Ruso, por decir, y se encogió de hombros. Miró alrededor, al pantano. Vilcha hizo una mueca y se obligó unos maníes.

–¿Ves básquet? –preguntó el Ruso.

–Algo –dijo Vilcha–. Cuando voy para Concordia me doy una vuelta.

–Yo no puedo –dijo el Ruso.

–No te gustan los partidos que no jugás –dijo el Negro.

El Ruso descolgó una sonrisa avergonzada.

– ¿Volviste a jugar –preguntó el Negro–, algún picadito, algo?.

El Ruso negó con la cabeza.

–Antes miraba de coté alguna pelota en las vidrieras de las casas de deporte. Ahora ni eso… Pero te voy a confesar algo –dijo de pronto, y se retrepó a la silla. Algunos veranos, en la verdulería, me intereso por un melón. Te va a parecer raro, pero lo peso con la palma y, no sé… me pasan cosas. Después lo dejo. Es caro y me da lo mismo cualquier fruta.

Se estaba haciendo tarde pero no sabían cómo dejarse. Pasarse un teléfono y una vaga promesa iba a quedarles falso. 

–Yamani anda en Concordia –comentó Vilcha–, el padre anda jodido. En Cancún le va bien. Labura para una marca de vodka, Absoluto, o algo así. 

–Yamani –recordó el Ruso, y tildó un rato para adentro.

–Negro –dijo después–. Ariel y Pablo viven allá, ¿no?

Yo al Ruso mucho no le creo, porque primero te acomoda las cosas y rellena con verdad si le sobra espacio… En fin, cuando contó todo estaba el Negro, y el Negro no desmentía nada. El Ruso dice que se paró y se empezó a poner la campera. A Vilcha le tocaba decirle que era una locura… pero apuró el vaso.

Cuatrocientos cincuenta kilómetros en la Honda. Se turnaron el único casco para no cagarse tanto de frío. Descansaron una horita cerca de Concepción y llegaron el sábado al mediodía.

A San Salvador llegamos el domingo en tres autos. También cayeron parientes y gente que andaba al pedo. Con los celulares todo es más fácil. El hermano de Pablo se había ido en la Chevrolet hasta Colón –dos de ellos jugaban en Unión– y venían en camino. El resto jugaba ahí mismo, en Primera B.

Nos prestaron unas camisetas, pero mejor nos distinguía el porte y las zapatillas caña baja.

El base de ellos, el Copita, trajo el hijo a cuestas y se sacaron una foto con el Ruso. Ese fue un momento deportivo. Después le presentó a toda la familia. Lo saludaban como a un clásico de navidades.

Pablo, que tanto y tan alto había saltado, miraba el aro desde abajo, como se mira un paisaje en ruina; estiró un poco la mano y midió la distancia de un recuerdo. Ariel seguía demasiado alto como para que la camiseta también le cubriera el abdomen. La fuerza de Vilcha se había petrificado un poco y costaba imaginar que pudiera rascarse la espalda. Yamani se sacó el pullover y todos nos acordamos. (El recuerdo de una bandera hecha de mangas y capucha me despertó la visión de un gurí roto, en hilachas, ensartado en un sueño muy alto). Lo revoleó como hacía antes, como a una boleadora, y midió con ganas un arco arrumbado. Lo vitoreamos entre risas, pero temió defraudarnos y se acercó nomás, respetuoso, para plegarlo sobre el travesaño.

Carlos se había puesto una camisa y se sentó en el banco. Asumía la sobriedad grave de un abogado en la cámara de apelación. Antes del partido simuló estornudar, y se persignó.

Alguien le alcanzó al Ruso una pelota, para que calentara. Un momento íntimo, el pudor casi no me deja mirarlo. La acarició como a un culo perfecto y se le mojaron los ojos. Le vi, lo juro, un temblor quieto. Me vio mirarlo y alzó una voz impostada.

–San Saravia –dijo, invitándome al ridículo cómplice y yo me acordé, con gracia, de un cantito de los viajes.

–San Saravia –gritó–, protector de los que sueñan, de los que se consuelan con pantallas, en partidos ajenos.           

Alzaba la pelota al cielo como una hostia gigante. Se miraba los antebrazos pálidos, donde supieron marcárseles las venas. Alzaba la pelota y se reía de una comisura, para tener la ironía como coartada, pero había también una profunda necesidad: verdaderas ganas de sentir una misa.

–Te traigo un anuncio, Saravia –gritó, y empezó a picar la pelota, de a poco, tanteando el camino, como habrá hecho Lázaro.

–¡San Saravia! –volvió a gritar, pero entonces ya hablaba solo y no pestañaba. El alma no existe, Saravia, pero el cuerpo, de a ratos, se le parece.

El Ruso siempre decía ese tipo de cosas.

Antes de empezar el partido, dijo otra. Dijo que la tercera es la vencida y que, la cuarta, de los que no se vencen nunca. Pitaron del centro, y empezó la goleada.

MATÍAS GONZÁLEZ

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