FEDERICO "LOBO" MULLER

«ADIÓS AL PARAÍSO»

Durante muchos años vi fotos y escuchaba historias de Hawái. Mi hermano vivía ahí. Y Federico «Dedo» Sobrino, Marcos «El Gordo» Politti, Rodrigo «Sobaco» Aramburu, Víctor «Mostaza» Bovino, y Juan Manuel «Juano» Delgado también.

Mis viejos y amigos habían ido y vueltos enloquecidos. De todos escuchaba leyendas fantásticas, y yo fantaseaba con eso. Estaba siempre hablando por teléfono con uno u otro. Los veía atléticos, rejuvenecidos, bronceados, en mallas, ojotas, musculosas, con tablas de surf, sobre «cuatro por cuatro» o tirados sobre hamacas paraguayas. Y sobre todo contentos y felices.

Encuadrados en verdes montañas y aguas turquesas. Quería arrojarme de cabeza y atravesar las fotos, las pantallas, e irme con esos pibes. Un día lo iba a hacer, nada me iba a detener.

En un momento me voy a cocinar a un barco, en Alaska, y no me fue bien, como casi siempre. Sufría «como un perro». No entendía las máquinas, las recetas, el armado de los platos, los cientos de idiomas que se manejaban, ni el mecanismo de compras y conservas. Estaba aterrado y peleaba el «día a día» para sobrevivir. Atacado por pánico.

Tenía un ataque de pánico que volaba, pero seguía día y noche, mientras se «me hundía el barco». ¿Qué otra cosa iba a hacer en las gélidas aguas del polo norte? Me sentía tan chiquitito que no me tenía confianza ni para hacer un arrocito. A la noche me drogaba para relajar y terminaba casi en «estado demencial». No me tiraba al mar porque me iba a congelar…

En el segundo contrato en el Caribe me vuelvo, ni lo empiezo, loco de miedo, pánico y locura. Se me ocurre la «jugada». Con mi ciudadanía alemana me voy a Hawái, y con mi visa de trabajo consigo trabajar. Adquirí Seguro Social y Green Card truchas, como millones de inmigrantes. Eso lo hace cualquiera, y te lo hacen en cualquier esquina. Son más los extranjeros «flojos de papeles» que los que lo tienen en regla, por mayoría inmensa.

Viajo de Concordia a Buenos Aires, voy a Los Angeles y paro en lo del «Sobaco», ahí hacemos los «pelpas» con los mexicanos y rápido, luego a Hawái, a la montaña donde aún vivía «Juano» y «el gordo». El Día D había llegado: «El Desembarco en la Isla».

Arranco yendo a surfear con «Juano», a veces con «Dedo» y mi hermano, hasta con «El Gordo» en su long board, tamaño dinosaurio. Cada uno tenía su playa preferida. Uno inclusive sabia donde los podía llegar a encontrar. Y luego a degustar algo fresco con olor a sal y mar.

Si bien Víctor y ahora Juano reman, otros navegan, boxean, juegan al futbol, el denominador común es el surf. Ahí nos encontrábamos todos. Y yo quería jugar con esas olas cálidas y turquesas sobre la tabla. Agarrarla, ponerle «parafa», crema en mi cuerpo y cara, e internarme con olor a coco en el mar.

El contacto y roce con la arena y el océano era tan diario que ir es un día normal. Si no amas eso, no vayas a Hawái. Tanto es así que en pandemia los dejaban surfear igual. Porque si le sacas eso al «Hawa», «lo matas».

El parque, todas sus actividades, sus bosques y flores, el mar al costado, la brisa que es un mimo, con al menos un arcoíris por día, te producen el disfrute de un muy buen momento de tu vida. Había salido de trabajar estresado y mal, o de andar drogado o en la cama tirado, a ver, literalmente, mucha luz en mi vida.

Dentro del mar hay kayaks, piraguas, veleros, bicicletas, wave board, triciclos de mar. Todos disfrutando a mansalva. Chocando sobre viejas y soñadas casas. Con decks sobre el agua, y ventanas amplias e iluminadas. Donde se ve todo dentro y desde adentro todo.

Enseguida «El Gordo» me consigue para trabajar en un restaurante llamado Yard House. Ahí aprendo las recetas, las cantidades de cada ingrediente, su elaboración y el tiempo y el equipamiento de cocción. Le hago fotocopia a las recetas, las leo, releo, y entiendo. Estaba todo medido y estandarizado y fijado en mi mente. Así que sabía las temperaturas, la técnica, las cantidades, y como iba todo distribuido en cada plato. Andaba volando porque todo me lo había estudiado e internalizado.

Imagínate: surf de 9 a 11, almuerzo, frutos de mar en la playa, cocino de 17 a 23, y salía por Waikiki o me iba  a la casa de los pibes hasta las 2, o la mayoría de los días a dormir porque la joda estaba de mañana: haciendo surf en el océano.

O era guía de turistas de las personas hispanoparlantes. Y los dos días que no trabajaba doble turno en el mar, más boxeo, asado, o futbol con los brasileños. Vivía en el mejor de los mundos, y con un muy buen laburo, que era lo que me costaba encontrar, desempeñar, y disfrutar. «Volví. Y estaba tan feliz».

Luego vivo unos meses en Waikiki con unos cocineros entre grandes hoteles y restaurantes. Era hermoso andar en pata y en cuero a la vera de ese mar entre los obreros y turistas. Era como volver a los veranos en el club, con piletas y deportes.

El agua es ideal para aprender a surfear, no hay muchos corales abajo, no te chocas con nada, y las olas son prolijas y «surfables». No eran monstruos asesinos. Me acuerdo de «El Tío», un Hawa viejo y gastado que hacía cerveza casera, deliciosa, pero resacosa, y me destapaba vinos argentos. Aún no puedo creer eso…

Yo corría por el Kapiolani Park de Honolulú, pegado a Waikiki, corazón de la isla de Oahu, Hawái. Es el parque de los deportes, de uno de los lugares más lindos, y soñados que haya visto u oído. Ahí todo es divino.

Hasta que llama Migraciones y el pánico y la locura comenzó. Tras una noche en fuga me entregué, me soltaron, pero me decidí volver. No sabía que en Argentina se me venía el infierno. El más frío y aterrador que iba a vivir en mi vida…

Sin embargo, a pesar de que este viaje terminó con un sabor agridulce, cada momento vivido ha dejado una huella imborrable en mi corazón. La tristeza y las adicciones que se sucedieron no borraron las risas, los paisajes impresionantes y las conexiones de oro que hice, pero sí me recuerda la fragilidad de los buenos momentos y la importancia de apreciarlos porque nunca sabes cuando viene «la mala».

Aquella aventura me enseñó que la vida está llena de contrastes, y aunque el adiós fue difícil, y la continuación, una larga enfermedad a las drogas y soledad, siempre hay un nuevo comienzo a la vuelta de la esquina. Me deprimí, me ahogué en mis silencios. Me drogué hasta la enfermedad. Luego me recupere y sostengo esa vida sana. Como disertador, triatleta, empresario, escritor y periodista.

Hoy están conmigo no solo los tremendos recuerdos, sino también la gratitud por haber vivido esa experiencia. Hoy, que «El Gordo» se fue, «La Casa de la Montaña» no está más, y aquello parece remoto y lejano… Recuerdo todo como una etapa divina. Inclusive por encima de mis expectativas.

Federico Muller

 

 

 

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