Como mi viejo era deportista y mi mamá también, cuando llegamos desde Rosario a Concordia se hicieron socios del club Hípico, hace cuarenta y cinco años. Ahí yo jugaba al tenis con Marta Mesina, al fútbol con «El Negro» Gambini, hice equitación con «El Pelado» Alfredo, al paddle con los pibes, y en todos los veranos natación, desde los tres años, primero con «El Negro» Humede, luego Federico «El Tigre» Bou, «El Rolo» Dacunda, y al final con «Ruly» Estcher.
También arranque, de chico, a jugar al básquet en el Centro Español con Marcelo Luna, y luego en Ferro con Federico Bou, «Coco» Blestcher, y Jorge Taborda. Además, al futbol en Estudiantes dirigido por «El Negro» Oberti y «Cacho» Osuna. Era ir de mañana el colegio y de tarde hacer deportes. No había más nada. De noche a hacer la tarea y descansar. Los fines a competir, y viajar.
Como a los diez años nos vamos al barrio San Carlos, a una cuadra del polideportivo municipal y del club Salto Grande, donde ahí también, casi simultáneamente, jugaba al tenis entrenado por «Cacho» Gómez y «Pitufo» Vera, al paddle con los amigos, y al futbol con Martín Moreno, y siempre partidos en los baldíos.
En tercer año acepté una propuesta de hacer cursos extracurriculares en la escuela y me fui despegando de los deportes. Cuando deje las instituciones deportivas, también por no sentirme bien con algunos tratos, hice algunos cursos que no entendía ni realmente quería, y me fui a experimentar con campamentos y bares, tanto es así que logre copas hasta en campeonatos de pool y mete gol…
Visitaba lugares más «fáciles», «divertidos», y prohibidos. Y… si bien no lo creía, muy peligrosos. Me sentí atraído por hacer «la fácil», lo que no se debía. Era fácil fumar, chupar, ir al boliche, vagar por la calle o tomar sol en la playa, y volver a arrancar cuando se me «encienda el demonio».
Sin considerar que esa tendencia a escaparme, a intoxicarme, me iba a alejar de la escuela, la vida sana, los deportes, de los buenos amigos, de mi familia, y por mucho tiempo.
El karma habla de que con nuestras acciones determinamos los próximos estados y acontecimientos de nuestra vida. Si hubiese tenido conciencia, en esos momentos, con quince años, habría podido ver las «semillas sufrientes» y «kármicas» que estaba sembrando a cada momento.
Cuando deje de hacer deportes me sentí solo, desmotivado, inhábil, y perdido. Los momentos en los que me sentía importante, cuando luchaba por darle una mano a mi equipo, compartía un vestuario, una comida, y disfrutaba de un viaje, ya no estaban.
Fue ahí cuando comencé a sentir un vacío. Me sentí menos querido, menos popular, menos lindo, y más chiquito. La llevé como pude, sin la gratificación de pertenecer a un club, a un equipo, o a un grupo de amigos, con alguna meta o propósito en común.
Es muy difícil volver a llenar el vacío que el deporte y los clubes dejan si no desarrollas otra zona de interés. Una vez que deje, los días se me hicieron largos y no sabía en qué ocupar tanto tiempo libre. Ya no había más entrenamientos, previas, partidos y terceros tiempos.
El deportista, sea del nivel que sea, viene acostumbrado a la digitación y estructura del deporte: los horarios de entrenamiento, el gimnasio, los descansos, los viajes, los torneos y competencias, los festejos, compras de equipamiento, seguir un medio especializado, planificaciones, etc.
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Yo me perdí en trabajos que hacía bastante mal y no me gustaban para nada. Aunque la pasaba, me pesaba la diaria. Trabajando temiendo que se den cuenta de que no sabía lo que hacía. Y mucho tiempo no hacía nada, ya ni quería. Había «tirado la toalla». Era más lo que me drogaba que lo que trabajaba o me entrenaba. Las fotos de aquellas décadas me producen tristeza y hasta vergüenza.
Ya de adulto fumaba antes y después de los partidos de futbol en el club Profesionales, me iba a surfear en Brasil y Uruguay, me paraba a mitad de camino en los bares saludando gente, haciendo chistes, y terminaba intoxicado, y tirado sobre la tabla, en la playa como un lagarto, «mameluco», fermentado, y sin llegar hasta el agua.
En Hawái ya quería regresar a la buena senda, surfeaba y me sentía re bien. Tanto es así que, si estaba de mal humor, decía: «me voy a internar con la tabla en el agua, porque hoy tengo todos los pájaros volados». No sabía las causas aún del bienestar, pero conseguía ahí en el deporte, una serenidad, una experiencia sensorial, una sensibilidad, una felicidad, que me devolvía las ganas de vivir, y eso tenía que usar para «salir».
Pero seguía cayendo en la oscuridad. En algún lugar la enfermedad te tira ideas de que podés trabajar, hacer deportes y drogarte. Que la podés controlar, que le ganas, que sos diferente. Y eso revela la magnitud de nuestro problema. Son ideas absolutamente irreales y mortales. Perdés desde el minuto cero. El infierno te va quemando de a poco, pero de frío.
Me costó tanto volver, que mientras hacía tratamiento por mi adicción a las drogas, empecé a nadar, pedalear y correr. Quería hacer triatlón, pero era tanta la ansiedad y compromiso con la enfermedad, que fumaba antes y después de cada actividad. Antes de nadar, a las órdenes de Matías Penco, fumaba escondido atrás del quincho del club Salto Grande, y entraba a la pileta con un olor a pucho que «volteaba». Y después prendía de nuevo otro para «premiarme».
Cuando me iba a pedalear me llevaba el paquete de pucho y el encendedor en el bolsillo de atrás de la remera. Y me desviaba en la entrada del club Profesionales, me escondía en la cancha de pádel a fumar, y cuando llegaba a Casa de Piedra, en el lago, también me aliviaba con otro en el medio del monte. Antes y después de correr igual. Ya no consumía alcohol ni cocaína ni antidepresivos gracias al tratamiento, pero seguía siendo un esclavo del pucho y la comida.
Hasta que empecé, presionado por mis compañeros y terapeutas, a aceptar mi derrota, hablar de lo que me sucedía, buscar las palabras, nombrar los sentimientos, lo mal que me sentía, lo solo y lo baja que estaba mi autoestima, lo que padeció mi gente, buscar un límite para no volver a hacerlo más, describir y no olvidarme de mis pensamientos enfermos, prejuicios, y contar y recorrer mi historia. Pero hablando en serio, no queriendo agradar a todo el medio.
Poco a poco pude ir haciéndome sentir, conocerme, saber que quería, me costó horrores, aprender herramientas para dejar todo, y saber que una de las bases para tener una vida plena y saludable, además de terapia, meditación y aprender a quererme, era la actividad física, por eso insistí con el triatlón.
Ya hace muchos años que lo hago, entreno, viajo, compito, hice como ochenta, corrí medios Iron Man, y eso me hace estar vivo y entusiasmado. Con el profesor Diego Ricagno primero, Mateo Orlandini después, y «Palomo» Segovia actualmente. Cuando quiero dejar debo acordarme porque empecé, y encuentro rápidamente las muchas razones para recapacitar y mantener.
Yo no tengo la recuperación comprada, nadie la tiene, por eso hago un esfuerzo diario escribiendo, hablando, meditando, y entrenando. Ningún adicto con el alta terapéutica está exento de una recaída, pero tengo que recordar que el peor día de mi vida sana es mejor que el mejor de mi vida enferma.
Yo les digo que hagan deportes y no se droguen. Pero también me lo digo a mí. No se metan en problemas, no tengan miedo de hablar de lo que les pasa, y pidan ayuda. No hagan lo que hice yo, que estrellé mi barco contra algo muy grande e importante… ¡Fue contra mí mismo!
CHARLAS SOBRE ADICCIONES EN CONCORDIA