Sergio Víctor Palma nació un 1.º de enero de 1956 en La Tigra, Chaco, un municipio de solo 5.000 habitantes. Nació en el piso de tierra de una choza para cosecheros. Y vivía debajo del alero del rancho de barro y paja, en lo de un tío, en el medio del monte.
Salían con su hermano, hacha en mano, de aventura y para hacer la «chuleta». Y, si encontraban colmenas de miel, joya, porque podían endulzar un poco aquellas largas jornadas. Días de mate cocido, que hacían con la «yerba secada al sol».
El quería boxear y consagrarse. Se va a Buenos Aires. Y, luego de espiar a un vecino, Néstor Ibáñez, boxeador profesional, le terminó preguntando por la mejor manera de comenzar: “Tomate un colectivo hasta el Luna Park y preguntá por un tal Don Santos Zacarías”, fue la respuesta que terminó alumbrando su camino.
Sergio Víctor era un tipo que engañaba fácilmente desde su imagen. Morocho, ojos verdes, simpaticón, cachetón, ruludo, muy educado y tremendamente cordial… Hasta que se ponía los cortos, las botitas, los guantes, y se transformaba en un peleador que no dejaba de atacar a su presa, hasta el mismísimo minuto final.
Ese hambre de victoria «lo empardaba» con una buena técnica, pulida por un maestro, Don Santos Zacarías, más el manejo de Juan Carlos «Tito» Lectoure. Con esa retaguardia, y sus puños en el frente de batalla, armaron «la ingeniería» para sorprender al mundo.
Sergio debuta un 15 de enero de 1976 ganándole por puntos en Pergamino a Ricardo Gómez. El 15 de octubre del 77 se consagra campeón argentino superando en decisión a Arnoldo Agüero en el Luna. El 19 de mayo del 78 se consagra campeón sudamericano aventajando también en las tarjetas a Hugo Melgarejo en Bariloche.
Así llegaba a la cima, que le negaron inmerecidamente un 15 de diciembre de 1979, frente al campeón mundial colombiano Ricardo Cardona, en Barranquilla. Cuando lo robaron, sin ponerse colorados, de una victoria holgada y legítima.
Sin embargo, nadie lo iba a poder frenar. No les iba a dar la oportunidad nuevamente, a los «jueces sin juicio». La hazaña se realizó ocho meses después, en la ciudad de Spokane, desconocida para el ambiente de los guantes, al oeste del país y muy cercana a Canadá. Quedaba lejos del ruido de las fichas de los casinos en Las Vegas y del glamour de Nueva York. Pero con la misma dificultad al tratarse de un «rodeo ajeno», algo que en el boxeo provoca que la victoria dependa de una superioridad manifiesta.
Ese momento de gloria fue en agosto de 1980, cuando alcanzó el título máximo para la categoría súper gallos de la Asociación Mundial de Boxeo. Palma expresó el dominio desde el primer campanazo frente al oro olímpico y campeón invicto Leo Randolph, nada menos.
El moreno salió liviano a desarrollar su pelea, y Palma se transformó. Hizo aquello que hacen los hambrientos. Se acercó a su rival, ubicó las piernas a menos de cincuenta centímetros, y comenzó a disparar golpes con velocidad de ametralladora.
A solo segundos de comenzar, una derecha llego plena a la mandíbula del entonces campeón y lo movió feo. Salió ya ganando desde el vestuario. Pasara lo que pasara, Palma estaba allí para buscar el título de campeón del mundo que tanto quería.
La recordada pelea fue definida por nocaut técnico en el 5.º. Ya el árbitro no podía dejarla seguir. La sorpresa estaba consumada. Palma se convertía en el primer boxeador argentino en ganar un título mundial en los Estados Unidos. Tras dar uno de los más grandes batacazos de nuestra historia. Retirando en el proceso a su rival.
En dos años defendió cinco veces la corona mundial, inclusive se desquitó de Cardona noqueándolo en el round 12. Hasta que cayó derrotado ante Leo Cruz, de la República Dominicana. Para muchos relajado por el éxito y sus otras aficiones.
Porque no únicamente se movía cómodo en el cuadrilátero, sino cuando se involucraba con otras cuerdas: la de su guitarra criolla. Era un artista, un poeta, y un sensible. Editó un disco de canciones qué el escribió, cantó y las vistió con melodía propia, paralelamente a una de sus defensas, contra el tailandés Vichit Muangroi, en un Luna Park, al que supo llenar con 15.000 almas.
Los guantes los guardó el 10 de agosto del 90, luego de ganarle por puntos a Juan Domingo Naveira en General Arenales, provincia de Buenos Aires. Noches memorables fueron aquellas frente a tremendos adversarios como el colombiano Ricardo Cardona, el ex campeón olímpico Leo Randolph, el dominicano Leo Cruz, el panameño Ulises Morales, o el tailandés Vichit Muangroi. Eran todas batallas cruentas.
Entreno varios boxeadores y visitó concordia como técnico del púgil Daniel «Dinamita» Guibaudo. Si bien llegó a tener dinero y ser uno de los personajes más importantes de deporte argentino, se hundió económicamente. Perdió una casa, un restaurante y hasta dos discotecas.
Los problemas físicos de Palma quedaron en evidencia tras un primer accidente de tránsito. Chocó con su automóvil en Puente Pueyrredon, distrito de Avellaneda, y sufrió graves lesiones óseas y en su arteria cervical.
En cada triunfo había dejado algo de su salud y sobrelleva un daño cerebral innegable. Desde ese momento se volcó a la enseñanza, incluso a ser coach de actores que encarnaban boxeadores.
Apasionado de las letras, sobre el papel volcaba sus rimas y sus sentimientos. Le decían «El Campeón Poeta». Las palabras no solo le brotaban en forma de rima desde sus angustias, sino de un profundo y claro análisis en el periodismo deportivo.
Poco después comenzó otra pelea, pero con su cuerpo, para recuperar mayor movilidad en sus extremidades derechas, limitadas en movimientos, por lo que le dejó el accidente y luego un ACV.
Incursionó en las tres ramas del periodismo con un muy buen trabajo que a mí me gustaba mucho: en gráfica, televisión y radio. Escribía de puño y letra las opiniones que se publicaban al otro día en el papel. ¿Cómo escribía? Excelente. Ni una coma había que tocarle. Con su calidez y claridad trabajo en Olé desde sus comienzos en el 96. Incluso hasta diez años después del ACV, en el 2004, que le cambiaría la vida, pero no lo sacaría de combate. Seguía brindando sus conocimientos a los lectores. Aunque ya no escribía, dictaba las historias por teléfono.
Orieta, su elegante mujer, le ofrecía un acto de amor incondicional en cada actitud. Lo ayudó a poner un gimnasio que terminó en la pérdida total de lo invertido. El sueño de Palma de enseñar boxeo, de proponer un lugar para las diversas actividades físicas, volvía a frustrarse. Y el costosísimo ring que habían adquirido terminó regalándoselo a Ramón Fernando Sosa, un ex rival que actualmente dirige al campeón sudamericano de peso mediano Lucas Bastida
La salud le siguió jugando en contra, le extirparon un riñón por cáncer, le diagnosticaron Parkinson, debió movilizarse ayudado con un bastón, y hasta incluso en silla de ruedas.
Este chaqueño de origen y padre de cuatro hijos, se radicó en la costa atlántica con su elegante mujer, hasta sus últimos días. Viviendo frente al mar, entre Miramar y Mar del Plata. Siempre apegado a su gran Fe y a su pasión por la cultura y el arte. Al momento de su muerte estaba trabajando en un manual del boxeador, sobre técnicas, tácticas y consejos.
Sergio Víctor Palma falleció un 28 de junio del 2021 en Mar del Plata, a los 65 años. Mientras permanecía internado tras contagiarse coronavirus, según confirmaron fuentes del Hospital Inter zonal General de Agudos de esta ciudad. Padeció un cuadro de neumonía bilateral que se agravó con el correr de los días hasta ese desenlace.
Había sonado la campana final. Juego terminado. Pero nunca finalizarán los recuerdos y homenajes a un deportista que a la familia del boxeo y al deporte argentino emociono y dignificó.
Los últimos diez años los pasó con su mujer Orieta Gilberto Mastrángelo, en Mar del Plata, frente al mar, recibiendo contención y amor.
LA LEY DEL DEPORTE